Las personas mayores enfrentan múltiples dificultades para correr debido a los cambios biológicos, funcionales y psicológicos propios del envejecimiento.

El VO₂ máx, que mide la capacidad aeróbica, desciende aproximadamente un 10 % por década después de los 30 años. Además, la velocidad al correr se reduce alrededor de un 1 % anual después de los 40, y entre un 2 y un 3 % anual después de los 70. Esto se traduce en una menor resistencia y en una sensación más rápida de fatiga al intentar mantener ritmos constantes de carrera.

A ello se suma la pérdida progresiva de masa y fuerza muscular, conocida como sarcopenia, y el síndrome de fragilidad, que se manifiesta en debilidad, lentitud, baja energía y mayor riesgo de dependencia. Estas condiciones reducen la potencia y la confianza necesarias para sostener la práctica del running.

Los problemas de movilidad también juegan un papel importante. A partir de los 70 años, la velocidad al caminar puede disminuir entre un 15 y un 20 % por década, y los pasos se vuelven más cortos e irregulares.

Alteraciones frecuentes como la artritis o la rigidez articular incrementan la dificultad y aumentan el riesgo de caídas. De hecho, se estima que un tercio de los mayores de 65 años sufre al menos una caída cada año, y en los mayores de 80 esta cifra alcanza al 50 %. Correr, al exigir coordinación, equilibrio y fuerza, se convierte entonces en una actividad de mayor riesgo.

Los reflejos y el tiempo de reacción también disminuyen, y en algunos casos las enfermedades neurológicas o el deterioro cognitivo agravan aún más las limitaciones.

A esto se añade el miedo a caerse o lesionarse, que reduce la disposición a ejercitarse, y la dificultad de mantener la constancia, ya que hasta dos tercios de los mayores abandonan los programas de entrenamiento.

Sin embargo, a pesar de todas estas barreras, existen múltiples formas de adaptar la práctica del running para que siga siendo segura y beneficiosa en edades avanzadas. Una de las claves está en comenzar con ritmos suaves, combinando caminata y carrera, e introducir variedad mediante ejercicios como el cambios de distancia y velocidad que mantengan activas las articulaciones y la motivación.

También es fundamental el fortalecimiento muscular, con rutinas de resistencia al menos dos o tres veces por semana, junto con ejercicios de equilibrio como yoga o tai chi, que ayudan a prevenir caídas.

Escuchar al cuerpo es esencial: detenerse ante el dolor, realizar estiramientos dinámicos antes de correr y cuidar la movilidad articular son medidas que previenen lesiones.

La hidratación constante y una dieta rica en proteínas y micronutrientes apoyan tanto la recuperación como el mantenimiento de la masa muscular.

Finalmente, aceptar que el rendimiento cambia con la edad y fijar metas realistas, priorizando la salud, la independencia y la calidad de vida por encima de la velocidad, permite disfrutar de la experiencia sin frustraciones. El apoyo social, ya sea en grupos de corredores o programas comunitarios, refuerza la motivación y fortalece la autoconfianza.

En conclusión, aunque correr se convierte en un reto mayor a medida que envejecemos, con las adaptaciones adecuadas es posible mantenerlo como una fuente de salud, bienestar e inspiración. El envejecimiento trae limitaciones, pero también la oportunidad de redescubrir el running como una práctica que no solo fortalece el cuerpo, sino que nutre la mente y la vida social en la etapa adulta mayor.

Recomendamos leer este articulo del National Institute of Aging de Cómo pueden las personas mayores comenzar a hacer ejercicio, en el cual ellos exhortan a que se “debe hacer al menos 150 minutos (2 ½ horas) a la semana de ejercicio aeróbico de intensidad moderada, como caminar a paso ligero o bailar rápido. Lo ideal es estar activo por lo menos tres días a la semana, pero cualquier actividad física es mejor que no hacer nada. Además, debe realizar actividades para fortalecer los músculos, como levantar pesas o hacer abdominales, al menos dos días a la semana.»